Es sorprendente observar cómo la mente humana puede comportarse de diferentes maneras ante circunstancias similares. Por ejemplo, es habitual que los estudiantes aplicados coincidan al dar respuestas análogas a las preguntas efectuadas después de haber leído un libro de texto de geografía, biología, química o estadística: así, la capital de Francia será siempre París (nos guste o no vivir en ella); la neurona, una célula; el calcio, un integrante de la tabla de los elementos; y la campana de Gauss, una curva de distribución. Sin embargo, no ocurre lo mismo después de haber leído el texto sagrado, puesto que habitualmente se obtienen respuestas diferentes —y hasta opuestas— ante una misma pregunta. De hecho, más de 2000 millones de cristianos se encuentran fragmentados y forman parte de 4800 denominaciones distintas2 y lo más sorprendente es que cada una de ellas fundamenta sus diversas creencias en un mismo libro de texto: la Biblia.
En este sentido, dos interrogantes deberían ser postulados y contestados con la mayor humildad, sinceridad y serenidad cristianas: primero, ¿qué es la verdad?; y segundo, ¿para qué, o para quién, fue escrita la Biblia?
1. ¿Qué es la Verdad? Según la Biblia, la verdad no es una doctrina o un credo. La verdad es una persona: Dios es la verdad; Jesucristo es la verdad y su palabra es verdad (cf. Juan 14, 6; 17, 17).
2. ¿Para qué, o para quién, fue escrita la Biblia? Para poder contestar esta pregunta, deberíamos reflexionar «como viendo lo invisible y escuchando lo inaudible»: «no mirando nosotros las cosas que se ven, sino las que no se ven; pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas» (II Corintios 4, 18). «Pero como está escrito: “Lo que el ojo no vio, ni el oído oyó, ni se le antojó al corazón del hombre, eso preparó Dios para los que le aman”. Y a nosotros, nos lo reveló Dios mediante su Espíritu, pues el Espíritu lo escudriña todo, aun las profundidades divinas» (I Corintios 2, 9-10 [edición de Ediciones Paulinas de 1964, EP]). De manera que las cosas que no se ven y no se oyen ya han sido reveladas por Dios en su palabra: «Porque las cosas invisibles de Dios, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa» (Romanos 1, 20).
Lo invisible e inaudible de Dios se hace claramente visible y audible a través de las cosas hechas (creación). Podríamos decir que, en el principio, Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo establecieron el plan de la creación y el de la re-creación (redención); y, durante ese concilio divino, se decidió crear al ser humano libre, santo y perfecto (creación), así como que, si algún ser creado se apartase de la fuente de la vida, Dios mismo lo rescataría (redención). De forma que, cuando Adán y Eva optaron por apartarse de Dios, la Trinidad inició el proceso de rescate: Jehová de los Ejércitos se despojaría a sí mismo, convirtiéndose en un ser humano y Emmanuel nacería como un niño.
Al nacer en este mundo, Jesucristo no pretendió ser niño: ¡fue un niño! Y como todo niño, tuvo que aprender a sentarse, a pararse, a hablar, a leer y, sobre todo, Jesucristo tuvo que aprender para qué había venido a esta tierra. Por este motivo, antes de venir a este mundo, Él mismo inspiró la escritura del Antiguo Testamento para Sí mismo, a fin de saber qué debía hacer durante sus 33 años de vida en la tierra. En efecto, las Sagradas Escrituras fueron inspiradas por Jesucristo y escritas fundamentalmente para Él ¡y no preferentemente para nosotros! De hecho, cada uno de los libros del Nuevo Testamento confirman este postulado al enfatizar que Jesús nació en Belén... para que se cumpliesen las Escrituras; vivió en Nazaret... para que se cumpliesen las Escrituras; fue traicionado, murió en Jerusalén, resucitó al tercer día... para que se cumpliesen las Escrituras. Más aún, Jesús mismo ratificó este hecho asegurando que las Escrituras dan testimonio de Él (cf. Juan 5, 39): «De mí escribió Moisés» (Juan 5, 46). Además, les abrió el entendimiento a sus discípulos para que comprendiesen lo que de Él escribió Moisés, lo que de Él escribieron los profetas y lo que de Él escribió David en los Salmos (cf. Lucas 22, 44-45).
Si leemos la Palabra de Dios creyendo que fue escrita primeramente para Jesucristo y no para nosotros, estaremos de acuerdo en que el desacuerdo existente entre cristianos se debe a la creencia de que la Biblia fue escrita para nosotros y no para Jesucristo.
El estudio diligente de cada uno de los 39 libros del Antiguo Testamento demostrará que todos y cada uno de ellos «atestiguan» al unísono acerca del Mesías y de su misión redentora; y que cada uno de los 27 libros del Nuevo Testamento da testimonio de que Jesucristo fue el cumplimiento de todas las promesas, ceremonias, profecías, historias, eventos y episodios del Antiguo Testamento. En otras palabras, el Antiguo y el Nuevo Testamento «testifican» a Jesucristo (cf. Juan 5, 39; Apocalipsis 5, 9; 11, 3).
De manera que, contestando las dos preguntas iniciales, podríamos aseverar lo siguiente: 1) la verdad no es una doctrina, sino una persona: Dios es la verdad, Jesucristo es el camino, la verdad y la vida; y 2) su santa palabra fue inspirada por Él y escrita para Él (y también para nosotros, para que disfrutemos al encontrar a Jesús esculpido en cada capítulo, perfumando cada precepto, dando sentido a cada mandato, protagonizando cada historia y cumpliendo cada profecía). ¡Jesucristo es la verdad! ¡Su santa palabra es la verdad! (cf. Juan 14, 6, y 17, 17).
En otras palabras, las Sagradas Escrituras dan testimonio de Jesucristo. De hecho, el tema central de la Biblia es el plan de la salvación y cada uno de sus libros describe los detalles de la historia del gran conflicto bélico entre el bien y el mal.
Ante todo conflicto bélico, es de vital importancia mantener una comunicación fluida entre los aliados y evitar que el enemigo se entere de las estrategias transmitidas, para lo cual todos los mensajes deben enviarse entre líneas, esto es, de forma implícitamente disimulada o codificada «alegorías, imágenes, metáforas, prefiguraciones, símbolos, tipos y anti/tipos (tipología)».
Al iniciarse la confrontación bélica más cruenta de la historia, el ser creado más poderoso «enalteció su corazón a causa de su hermosura y corrompió su sabiduría a causa de su esplendor» (cf. Ezequiel 28, 17), y además, pretendió llegar a ser semejante al Altísimo (cf. Isaías 14, 14). Este querubín pensó que era un dios y, como tal, creyó que debía ser adorado o que podría participar activamente en los planes divinos, como, por ejemplo, en la creación (y redención ...) del hombre. No aceptó que únicamente Dios tiene poder para crear todo de la nada; o para crear la luz de la oscuridad, la expansión del vacío, las aves y los peces del agua, los árboles y los seres vivientes del polvo de la tierra (cf. Génesis, capítulos 1 y 2). ¡Y hasta para crear vida eterna de la muerte espiritual!
En el cielo, Jesucristo trató de persuadir a los rebeldes para que se arrepintieran de su actitud desafiante, pero el querubín enaltecido y sus ángeles aliados rechazaron el amor y la misericordia de Dios, endureciendo sus corazones y cerrando sus mentes a la razón. Desde ese momento, la mancha del pecado se extendió por el cielo, y por ello el Señor Jesucristo tuvo que expulsarlos del paraíso celestial. Así se libró la primera batalla de la historia: «Miguel y sus ángeles lucharon contra el diablo y los suyos; mas no prevalecieron, ni se halló ya lugar para ellos en el cielo; y fue lanzado fuera el gran dragón, la serpiente antigua, que se llama Diablo y Satanás» (Apocalipsis 12, 7-9). Posteriormente, el archienemigo de Dios engañó y sedujo a Eva, insinuándole que ella también podría llegar a ser igual que Dios (cf. Génesis 3, 5); y desde ese instante, el poder del mal se apoderó de la tierra y la mancha del pecado se extendió por nuestro planeta, contaminando toda la naturaleza animal, vegetal y mineral.
Al caer la tierra en manos del enemigo, el Señor Jesucristo decidió liberarnos luchando nuevamente contra el Dragón, pero ahora como hombre, como un ser creado a la imagen de Dios: «Procurad tener los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, el cual, teniendo la naturaleza gloriosa de Dios, no consideró como tesoro codiciable el mantenerse igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la naturaleza de siervo, haciéndose semejante a los hombres» (Filipenses 2, 5-8 [EP]). Jesús vino a este mundo como un segundo Adán que se enfrentaría personalmente a la serpiente del mal. Adán había sido creado como un ser perfecto, sabio y adulto (además de haber recibido todas las riquezas de la tierra); en cambio, el Rey y Creador de todo el universo nacería pobre y humilde, como un cordero en un pesebre de Belén. Nacería como un niño que dependería de su madre para comer, beber y protegerse del frío y del calor. Y como ya comentamos anteriormente, Jesucristo tendría que aprender a sostener su cabeza, luego aprendería a sentarse, a pararse y a caminar; Jesucristo también tendría que aprender a hablar, a leer y a escribir. Leyendo las escrituras tendría que enterarse de que Él era Jehová, de que Él era el gran creador del universo y de que Él era el gran libertador que había venido a esta tierra para luchar contra el Dragón. Para ello, Jesucristo había preparado de antemano su estrategia en forma de «códigos secretos» escritos en su libro de batalla: la Palabra de Dios. Jesús hizo referencia a este hecho mientras caminaba a Emaús junto a dos de sus discípulos, diciéndoles: «¡Oh, insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho! y comenzando desde Moisés, y siguiendo con todos los profetas, les declaraba en todas las escrituras lo que de Él decían, que "era necesario que se cumpliese todo lo que está escrito acerca de Mí en la ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos”. Entonces les abrió el entendimiento, para que comprendiesen todas las escrituras» (Lucas 24, 25-27 y 44-45).
Jesús calificó a sus discípulos de insensatos y tardos de corazón porque no habían interpretado el objetivo de las Escrituras. Los discípulos habían leído las Escrituras con un velo puesto sobre los ojos: «y aún hasta el día de hoy, cuando leen a Moisés, el velo está puesto sobre su corazón. Pero cuando se conviertan al Señor, el velo caerá. El dios de este siglo cegó el entendimiento para que no resplandezca la luz del Evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios» (II Corintios 3, 15-16; 4, 4).
Los discípulos fueron considerados insensatos, tardos de corazón, ciegos, sin entendimiento y embotados, porque únicamente leían las Escrituras a fin de recibir información, consejo, consuelo o esperanza; además, las leían para obtener lecciones de vida provenientes de grandes hombres y mujeres de la historia. El pueblo de Israel veneraba a Abraham, Moisés y David, seguía al pie de la letra todos los preceptos y ordenanzas levíticas, defendía la santidad de la Ley y de las Escrituras, celebraba todas las fiestas solemnes y era defensor de la santidad del día de reposo; pero no entendía que las Escrituras fueron escritas para dar testimonio de Jesucristo. Por esto Jesús les dijo: «Escudriñad (en profundidad) las Escrituras, porque a vosotros os parece (no a mí) que en ellas tenéis la vida eterna, pero (en realidad) ellas son las que dan testimonio de mí» (Juan 5, 39). En otras palabras, Jesús les invitó a leer las Escrituras para que comprendieran que fueron escritas únicamente para dar testimonio de Él: las Escrituras testifican que Yo soy el templo, que Yo soy la ley y que Yo soy el verdadero y único descanso.
Podríamos decir, por tanto, que Jesús aprendió a leer para poder descifrar su misión en la tierra, que ya había sido escrita en «códigos espirituales» por Moisés, los profetas, David y todos los demás escritores de la Biblia (Job, Salomón, Ruth, Esther...)
Y así, leyendo el libro del Génesis, el niño Jesús se dio cuenta de que Él era el creador el universo; de que Él era el segundo Adán; de que, sin haber sido engañado, había aceptado ser hecho pecado. Se enteró de que Él era el verdadero Noé que salvaría a su familia de la inundación del pecado. Comprendió que Él era el arca que evitaría la extinción de la vida en el planeta. Leyendo el libro del Éxodo, el niño Jesús se percató de que Él era el verdadero Moisés que libraría a su pueblo de la esclavitud del pecado. Leyendo Levíticos percibió que Él era el sumo sacerdote, el cordero, el lugar santo y el santísimo. Al leer el libro de los Números, Jesús se dio cuenta de que Él tendría que pasar en el desierto cuarenta días y cuarenta noches antes de entrar a la tierra prometida, en manos del enemigo. Al leer el Deuteronomio, comprendió que Él tendría que morir como Moisés y luchar como Josué para poder conquistar Canaán.
El niño Jesús, leyendo las Escrituras, reconoció que Él era el gran «Yo soy» hecho carne. Por eso decía y repetía constantemente Jesús: yo soy la puerta, yo soy el camino, yo soy la verdad, yo soy la vida, yo soy el pan, yo soy el agua, yo soy la luz, yo soy la Shekina, yo soy el cordero, yo soy el sumo sacerdote, yo soy el templo, yo soy la pascua, yo soy el descanso, yo soy el único, yo soy el primero y el último, yo soy el principio (Génesis) y el fin (Apocalipsis), yo soy el alfa (A) y el omega (Z) de la palabra de Dios.
En muy pocas ocasiones se reveló abiertamente (sin códigos) la verdadera identidad del Maestro de Galilea: el día en que nació (cf. Lucas 2, 11); el de su bautismo (cf. Lucas 3, 22); aquel en que Natanael fue elegido como discípulo (cf. Juan 1, 49); el día que caminó sobre las aguas (cf. Mateo 14, 33); cuando subió al monte y se transfiguró (cf. Mateo 17, 5); y el día en que preguntó a sus discípulos: «¿quién dicen los hombres que soy?» (cf. Lucas 9, 20).
Jesús únicamente reveló su identidad en forma directa (sin códigos), diciendo que él era el Hijo de Dios, tres veces. A la mujer samaritana Jesús le dijo: «Yo soy el Mesías, el que habla contigo» (cf. Juan 4, 26); al ciego de nacimiento, Jesús le comunicó: «Yo soy el hijo de Dios» (cf. Juan 9, 35-38); y el día en que fue llevado al concilio, Jesús les reconoció a los sacerdotes que Él era el Hijo de Dios y, por decir esto, fue sentenciado a muerte (cf. Lucas 22, 66-71).
Hoy en día, también podría llegar a ser perseguido y combatido todo aquel que osara decir que Jesucristo es el único templo (el verdadero templo no es un edificio); que Jesucristo es la única verdad (la verdad no es una doctrina); que Jesucristo es el único y verdadero día de reposo (el verdadero reposo no es un día del calendario). Jesús dijo: «No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido a abrogar, sino para cumplir» (Mateo 5, 17). En otras palabras, Jesús les manifestó: yo soy la ley, yo soy el reposo, yo soy el cumplimiento de las profecías escritas por Moisés, por David y por los profetas.
En otra ocasión, Jesús indicó: «el Hijo del hombre va según está escrito de Él» (Marcos 14, 21). Y después de leer el libro del profeta Isaías (61, 1-2), Jesús se expresó así: «hoy se ha cumplido esta escritura delante de vosotros» (Lucas 4, 17-21). Jesús también dijo: «si creyeseis a Moisés, me creeríais también a mí, porque de mí escribió él» (Juan 5, 46). De la misma manera, Jesús podría haber manifestado: si creyeseis a Isaías, me creeríais también a Mí, porque de mí escribió él; o si creyeseis a David, me creeríais también a mí, porque de Mí escribió él (compárese, por ejemplo, Isaías 35, 5-6, con Lucas 7, 22; e Isaías 53 y Salmos 22, 1-18, con la narración de la crucifixión de Cristo registrada en los Evangelios).
Jesús, al escudriñar las Escrituras, descubrió su misión en esta tierra y venció: venció como niño, venció como joven y venció como adulto. Venció en el Gólgota y en el Calvario. Jesucristo compró nuestra redención mediante su vida (santa, pura, perfecta y sin pecado) y mediante su sangre derramada desde el Getsemaní al Calvario. Jesucristo compró nuestra vida y nuestra muerte eterna. «¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?» (I Corintios 15, 55). Gracias, Señor Jesucristo, por tanto amor.
Después de vencer la mayor batalla de todos los tiempos, Jesucristo fue recibido en el cielo como el Rey de la gloria, como Jehová de los Ejércitos, como Rey de reyes y Señor de señores. «¿Quién es este Rey de gloria? Jehová el fuerte y valiente, Jehová el poderoso en batalla. Jehová de los ejércitos es el Rey de gloria» (Salmos 24).
Es verdad que, al buscar en las Escrituras, nosotros podemos encontrar consuelo, paz, consejos, promesas, sabiduría y muchísima información. Pero si no encontramos a Jesús en cada pasaje, en cada capítulo o en cada libro, nos quedaremos sin encontrar el único y verdadero tesoro escondido: la perla de gran precio. Una persona puede leer toda la Biblia, y sin embargo, puede quedarse sin comprender su maravillosa relación con el plan de salvación.
Podríamos decir que el niño Jesús dedicó gran parte de su tiempo a descodificar los códigos escritos para Él en las Sagradas Escrituras.
Descodificó su concepción. En el segundo libro de los Reyes (capítulo 16), en el segundo libro de las Crónicas (capítulo 28) y en el libro de Isaías (capítulo 7), se describe la historia de la alianza entre Peka (rey de Israel) y Rezin (rey de Siria), en contra de Acaz (rey de Judá). Al enterarse Acaz de que su reino (Judá) sería atacado por los ejércitos de Siria e Israel, escribió pidiendo ayuda y protección a Tiglat-Pileser (rey de Asiria). En ese momento tan difícil de la vida de Acaz, Jehová de los Ejércitos le envió, por medio del profeta Isaías, un mensaje de esperanza: «guarda y repósate; no temas, ni se turbe tu corazón a causa de estos dos cabos de tizón que humean (Peka y Rezin), ellos no te vencerán». Y a manera de señal (de certeza y confianza) el Señor le dijo: «He aquí que una virgen concebirá, y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emmanuel, que traducido es ‘Dios con nosotros’» (Isaías 7, 14).
Muchas mujeres vírgenes de Israel habían tenido hijos; sin embargo, solo una de ellas había concebido sin participación humana. De modo que, con setecientos años de antelación, Jehová había codificado su propia encarnación, en medio de un episodio bélico. Jesús, al leer los libros de las Crónicas, los Reyes e Isaías, se dio cuenta de que Él era el cumplimiento de la promesa redentora: guarda y repósate; no temas, ni se turbe tu corazón, a causa de los cabos de tizón que humean; Él era Emmanuel que nos libraría de las manos del enemigo, del fuego eterno y de las garras del infierno. Él vencería y nos regalaría la vida eterna.
Descodificó su código genético. Como viendo lo invisible, podríamos imaginar los momentos previos a la concepción de Emmanuel. Jehová está en el cielo despidiéndose de Enoc, Moisés, Elías y de cada uno de los santos ángeles; y con un abrazo sentido y prolongado se separa del Padre Eterno y del Espíritu Santo. En pocos instantes más, el Santo Espíritu lo trasformaría en una ultramicroscópica célula compuesta de algunas pocas moléculas orgánicas y 23 cromosomas de ADN (cf. Lucas 1, 35). ¡Oh, maravillosa gracia divina! El inconmensurablemente grande Jehová de los Ejércitos, reducido a una inconcebiblemente pequeña célula de unos pocos micrones de diámetro. ¡Maravilloso y sublime amor de Dios!
En la tierra, la virgen María había aceptado donar una de sus células germinativas para recibir al Hijo de Dios y concebir en su seno a Emmanuel, ‘Dios con nosotros’ (cf. Lucas 1, 31-38). El Rey de reyes y el Señor de señores se había formado: «Porque Tú me formaste en las entrañas, me tejiste en el vientre de mi madre. Te alabo, pues has obrado prodigiosamente, porque son tus obras maravillas. Mi alma conocías cabalmente, mis huesos no se te ocultaban, cuando yo era formado en el secreto, tejido en lo profundo de la tierra. Mis acciones tus ojos contemplaban, todas ellas estaban en tu libro; mis días escritos y fijados, sin que ninguno de ellos existiera» (Salmos 139, 13-16 [EP]). Dios había dicho: «Mi hijo eres tú», «Yo te he engendrado hoy»; y «Yo le seré a él por Padre, y él me será a mí por Hijo» (II Samuel 7, 14; Hebreos 1, 5; I Crónicas 17, 13).
Empleando los más recientes descubrimientos científicos en biología y genética,4 podríamos imaginarnos al Espíritu Santo realizando el primer y más glorioso milagro de inseminación artificial: Dios colocando 23 cromosomas divinos dentro de un óvulo humano. Segundos después, los 23 cromosomas divinos se unirían a los 23 de María, para formar al más grandioso y glorioso ser divino-humano: Jesucristo. El creador de todo el universo se transformó en una diminuta célula, que pronto comenzaría a crecer y a desarrollarse hasta formar al niño Jesús, quien nueve meses después nacería en Belén. La divinidad le había donado a la humanidad al Jehová de los Ejércitos en forma de una microscópica molécula de santo y perfecto ADN. La humanidad había contribuido con otra molécula de ADN, pero contaminada e imperfecta, por provenir de Adán, Noé, Abraham, Jacob, Judá-Tamar (incesto), Rahab (ramera), Ruth (incesto de Lot), David-Betsabé (crimen-adulterio) y de muchos otros ilustres personajes. ¡Qué carga genética tan pesada recibió el Santo de los santos! Emmanuel, el Rey de Israel, acepta la humanidad y la inunda con el perfume de su divina santidad. ¡Qué amor tan inconmensurable y maravilloso!
Descodificó su nacimiento. María le había contado a Jesús que Él había nacido en la ciudad de David, en Belén de Judea; y Jesús, leyendo el libro del profeta Miqueas (5, 2), se enteró de que de Belén Efratá saldría el que sería Señor de Israel. Con más de 400 años de antelación, Miqueas había profetizado que, de esta ciudad tan pequeñita, nacería el más grandioso ser del universo. En Belén había nacido el rey David y en Belén nació el verdadero Rey de Israel, la Majestad del Universo, el Rey de reyes y el Señor de señores: nuestro Señor Jesucristo. Podemos imaginar al Santo Espíritu realizando en la ciudad de Belén el más glorioso parto, convirtiéndose en el más famoso obstetra de la historia. También podemos idearlo atendiendo al recién nacido Jesús, convirtiéndose así en él más célebre pediatra de todos los tiempos. «Pero tú eres el que me saco del vientre; el que me hizo estar confiado desde que estaba en los pechos de mi madre» (Salmos 22, 10).
Descodificó las fechas. Entre estatuas, bestias y eventos histórico-políticos, el profeta Daniel había codificado matemáticamente la fecha exacta del triunfo del Mesías sobre el dragón. Daniel, alabando y humillando su corazón ante Jehová, el único soberano Dios del universo, predice el cumplimiento del código secreto escrito por Moisés en el Génesis (3, 15), marcando la fecha exacta del momento cuando Jesucristo sería mordido por la serpiente en el calcañar y Él heriría a la serpiente en la cabeza. Este código está a su vez codificado, en medio de la profecía de las setenta semanas descritas por Jeremías (25, 11; 29, 10) y del código de «un día, un año» descrito por Moisés y Ezequiel (cf. Números 14, 34; Ezequiel 4, 6). De manera que el Señor Jesucristo, leyendo los libros de Moisés, Jeremías, Ezequiel y Daniel, se dio cuenta de que Él era el cordero pascual; y efectuando un cálculo matemático (70 semanas por 7 días por semana son 490 días, que representan 490 años), supo con exactitud matemática el día en que liberaría a la humanidad de la esclavitud del pecado (pascua) y del poder del mal (cautiverio).
En resumen, Jesucristo, leyendo las Escrituras, se enteró de toda su misión como redentor del mundo: supo que Él era el Mesías prometido, el Hijo de Dios, es decir, Jehová de los Ejércitos hecho hombre. Jesús creyó, y por su fe hemos sido salvados.
El Antiguo Testamento fue escrito primeramente para Jesucristo, no para nosotros: ¡Qué alivio! Porque cuando la Palabra de Dios dice: «Sed santos, porque yo soy santo», no nos lo está diciendo a nosotros, ¡se lo está ordenando a Jesucristo! Jesucristo fue santo y perfecto. Él es nuestra santidad y nuestra perfección. El Nuevo Testamento se dedica a confirmar este concepto «para que nadie se gloríe delante de Dios, por Él vosotros estáis en Cristo Jesús, quien de parte de Dios se ha hecho para nosotros sabiduría, justicia, santificación y redención, para que, como está escrito, “el que se gloríe, que se gloríe en el Señor”» (I Corintios 1, 29-31 [EP]). Su santa presencia nos santifica. Nos santifica como santificó la zarza ardiente o la arena pedregosa del desértico Sinaí (cf. Éxodo 3, 1-5).
Nuestra misión y privilegio consiste en escudriñar las Escrituras para encontrar a nuestro Señor Jesucristo protagonizando cada historia y evento, perfumando cada episodio y relato, y dando sentido a cada doctrina y mandato. Este tipo de estudio traerá al Ser infinito a nuestra vida, impartiendo gozo, paz y el deseo imperioso de vivir con Jesús por la eternidad. Al encontrar a Jesucristo en cada libro de la Biblia, la bendición de su presencia humillará nuestro orgullo intelectual, social y espiritual, y caeremos rendidos al pie de la cruz para decirle: «Señor, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino»; y para oírle decir: «de cierto, de cierto te digo hoy, que estarás conmigo en el paraíso, amén» (cf. Lucas 23, 42-43).
El objetivo fundamental de este libro es intentar tocar, aunque sea con la punta de los dedos, el borde del manto de Jesús; y, al igual que la mujer enferma o que la hija de Jairo, encontrar la salvación en Jesús, quien nos espera perfumando cada uno de los libros de la Palabra de Dios.
Al encontrar a Jesús en su palabra, podremos escuchar su voz diciéndonos: «Alguien me ha tocado, porque yo he conocido que ha salido poder de mí» (Lucas 8, 46).